Últimamente me he dado cuenta que las cosas bonitas no llegan nada más porque sí, ¿estúpido mi descubrimiento? Quizá, pero lo que sé es que me he empeñado en que no lleguen. Crisis, desesperación, silencio, las manos entumidas y leche en demasía, me han traído una serie de malestares. Cómo seguir escribiendo, no lo sé, de repente mi mente se llena de infinidad de pensamientos, todos juntos al mismo tiempo, taladrando un área de mi cerebro. Quiero nadar, comer pastel, escribir esta nota, leer, mirar televisión y telefonear a un amigo, todo al mismo tiempo, no separar nada, creo que es evidente lo que decidí hacer. Esconder algo, siempre quiero esconder algo, como si necesitara tener secretos, una máxima prioridad. Callarme, eso es esconder algo o tal vez no, considero el silencio como un esencial dador de información, decodificarla y codificarla es un problema que puede llevarnos toda la vida resolverlo.

Las cosas bonitas llegan a tu vida en cualquier instante si pretendes encontrarlas, el problema que debo resolver es poder darme cuenta de su llegada. Contemplar su belleza, tragarme su magnificencia y saborear sus pliegues. Pero lo que más temo, es darme cuenta que no han llegado. La fatalidad como estandarte.

Y es que disfruto tanto de las nubes escondiendo el sol, las luces de la ciudad, el té de manzanilla, comer galletas, reírme con el Nobo, el olor a mojado, el color rojo, los ojos de René, caminar sola, el sonido de los tacones, la poesía modernista e imaginar que robaré un barco y me recostaré en la popa a mirar las estrellas.

Sí, eso me hace feliz.